El ecologismo como
religión
Fernando Díaz Villanueva
Decía Chesterton que, desgraciadamente,
cuando la gente deja de creer en Dios cree en cualquier cosa. Andaba cargado de
razón. Y el siglo XX se ha encargado de demostrárnoslo. Se escapa del alcance y
la extensión de este comentario las razones por las cuales los seres humanos
somos, amén de racionales, seres religiosos. El hecho es que las creencias
religiosas forman parte de naturaleza humana y, por tanto, labor del humanista
es hacerlo constar y procurar comprenderlo.
No es ningún secreto que el socialismo, en
sus dos variedades comunista y fascista, constituyó la gran fe laica del siglo
XX. Los socialistas trocaron la creencia en un mas allá paradisíaco por la de
un más acá de justicia y abundancia. Hasta en el amor por los iconos –la hoz y
el martillo, la esvástica, las banderas rojas, las masa enardecidas– era
calcado al que los fieles tienen por los símbolos propios de la religión tales
como los crucifijos, la imaginería o los ritos. El problema es que el
socialismo, que traficaba con una mercancía que tenía que devengarse en este
mundo, no respondió a las expectativas creadas. Su paraíso en la tierra resultó
ser un tanto criminal, miserable y calamitoso por lo que, con los años, los
devotos de Marx y sus epígonos fueron perdiendo la fe y engrosando las filas de
los izquierdistas escépticos, que son, a día de hoy, los más numerosos.
La dialéctica marxista, sin embargo, ha
servido para reelaborar discursos paralelos no menos efectivos que el original.
El que más éxito ha cosechado ha sido el ecologismo. Posee todo lo que una
buena religión precisa tener para cautivar a las almas cándidas necesitadas de
respuestas. Parte de un paraíso original en el que el hombre vivía en armonía
con la naturaleza, un verdadero jardín del Edén del que fuimos expulsados
cuando empezamos a dominarla, es decir, cuando inventamos la agricultura. Fue
nuestra manzana. Desde entonces no hemos hecho más que reincidir en el pecado,
extendiendo el dominio humano por todo el globo, industrializando nuestra
producción, contaminando el aire y el agua.
Siguiendo el guión del evangelio ecologista,
en estos momentos nos encontramos a las puertas del Apocalipsis, que se reviste
de calentamiento global, de glaciación o de lo que venga al caso. Como en toda
religión que se precie, la posibilidad de salvación existe. Está al alcance de
la mano si abrazamos el credo único y nos aplicamos a él con la fe del
carbonero, sin cuestionar el dogma. El que lo pone en duda es declarado hereje
y puesto en la pira de los “enemigos de la naturaleza”, divinidad, por otro
lado, de esta religión de nuestros días. Lo que esperan sus sumos sacerdotes es
que, sin desviarnos demasiado del dogma único, sigamos pecando para que su
presencia esté más que justificada. Pecadillos veniales como no reciclar el
papel, o como coger el coche en lugar de la bicicleta, son suficientes para
hacernos sentir la culpabilidad del día a día.
La realidad, los hechos contantes y
sonantes, no importan. En ninguna religión lo hacen. Da igual que el dogma sea
puesto en tela de juicio, es artículo de fe en el que, o se cree ciegamente o
no se cree. En cuanto a las previsiones apocalípticas, no es inconveniente
alguno que no se cumplan. Se actualizan y asunto zanjado. Hay que creer en
ellas, eso es lo único importante.
Visto
de esta manera, tomando al ecologismo como lo que es, y no como lo que asegura
ser, es lógico que, de un tiempo a esta parte, el común de la gente crea sin
sombra de duda que la Tierra está enferma por culpa nuestra, y que el fin de
los tiempos está a la vuelta de la esquina. Pregunte, pregunte a su alrededor y
verá.
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