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El putinferio
David Torres
15 ene 2013
Me lo dijo una vez un ruso barbudo cargado de vodka
hasta las cejas: “Los rusos necesitamos mano dura”. Y luego me explicó que en
Rusia la letra con sangre entra desde los tiempos de Rurik hasta hoy, pasando
por los zares, Catalina la Grande y Stalin. Putin es la enésima reencarnación
del poder condensado en una sola mano, la penúltima matrioska que contenía la
matrioska de Yeltsin que contenía la de Gorbachov, etc. Lo más cerca que han
estado los rusos de una caricia fue cuando Kruschev se sacó el zapato en la ONU
y empezó a telegrafiar en morse a zapatazos, aunque, bien mirado, tampoco la
tribuna de la ONU merece que la traten mejor que a un felpudo.
Hace unos días Putin se agachó para susurrarle algo a
un niño que estaba mosconeando en una misa ortodoxa y al niño se le quedó una
cara clavadita a la de Solzhenitsyn recién rapado y afeitado al entrar por
las puertas del Gulag. Nadie sabe exactamente qué le dijo al oído, aunque
algunas teorías apuntan a que murmuró que iba a regalarle unas entradas para el
próximo concierto de las Pussy Riot y un chupachups de polonio. Los líderes rusos
tienen un olfato sobrehumano para detectar a los descontentos con el régimen;
Putin los huele antes de que se quiten los pañales, pero por una vez decidió
contemporizar. Estaba de buen humor después de circunvalar la barriga de
Depardieu mediante un abrazo donde, en realidad, lo estaba midiendo para ver
cuántas pellizas le sacaría.
Tengo mucha suerte de estar escribiendo esto en Madrid
porque, de estar escribiéndolo en Moscú, difícilmente habría pasado del primer
párrafo. En Rusia el periodismo es una profesión de alto riesgo: los
periodistas sueltos de lengua suelen ser proclives a tropezar con una bala en
la nuca, una enfermedad típica del país. A Anna Politkovskaya, la voz más recia
y más valiente que se ha alzado contra la masacre de Chechenia, la mataron el
mismo día del cumpleaños de Putin y al asesino sólo le falto envolver el
cadáver con un lazo rosa.
Lo mismo que los boyardos acabaron de comisarios
políticos tras el sarampión comunista y los comisarios evolucionaron hacia
jefes mafiosos tras la gripe democrática; igual que San Petersburgo pasó a
llamarse Leningrado y luego otra vez San Petersburgo, Putin ha vuelto a las
esencias patrias. Antes, el sistema de gobierno ruso era la democracia
empanada, una variedad gastronómica que en en Italia cocinan con macarrones y
en Estados Unidos vuelta y vuelta (ya dijo Woody Allen en su día que la
democracia era el mejor método de gobierno aunque el sistema estadounidense
tampoco estaba mal). Putin ha cogido la democracia rusa, ese folklore de
tanques y balalaikas, y la ha putificado, la ha ido congelando, adaptándola a su personalidad
siberiana hasta transformarla en un putinferio, una religión de andar por casa. El niño remolón ha
aprendido de un susurro que ante Putin se está como en misa y viceversa.
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