domingo, 10 de noviembre de 2013

Alcalá de Henares, Wert, Gramsci y Benedicto XIV


     Orwell y Gramsci, el juicio de la historia   



Por: Alonso Castillo

1984 de George Orwell es junto a Fahrenheit 451 y Un Mundo Feliz (Bradbury-Huxley), la novela distópica con mayor numero de referencias en el ámbito político. Tanto, que con un cinismo avasallador atestiguamos hace algunos años como El Gran Hermano, su elemento más característico en otro tiempo símbolo del autoritarismo sin medida, se tradujo en circo televisado y espectáculo del exhibicionismo.
En 1984 se describe la relación entre individuo y poder con exactitud escalofriante en una sociedad dominada por el Gran Hermano, tutor nacional tras el que se encuentra la maquinaria del Estado para perpetuarse en el poder a través de la tortura, la eliminación de la conciencia y la invención de la historia cuya vigilancia preservará la dictadura del Partido.
Escrita en 1949 la novela es producto de la formación familiar de Orwell, su militancia en el partido comunista y la crisis que él mismo experimentó de los sistemas totalitarios, característica esta última que influyó ampliamente en el desarrollo temático de la ciencia ficción.
Por eso, es natural encontrar en la novela fuertes coincidencias con las corrientes del pensamiento político de la época que le permiten transcurrir desde un acertado y  pesimista sentido común hacia la ficción más agobiante. Sobre todo, y al margen de la lectura propiamente literaria de la obra, porque el análisis no se agota en la recreación de las relaciones de dominio o en la función represora del estado como experiencia artística.
La novela de verdad resulta terrorífica porque su anticipación del escenario mundial  describe puntualmente los elementos que caracterizan el comportamiento del estado moderno y vaticina la dimensión que habría de cobrar la propaganda como instrumento de poder. Lo interesante además en la predicción es que da cohesión al concepto del Estado Hegemónico que además de dominar por la fuerza se impone por el convencimiento, o en todo caso manipulación, del italiano Antonio Gramsci, una tesis que no fue sino hasta la década de los setenta que fue valorada y mantuvo su vanguardia hasta pasado el final  de la guerra fría cuando ya el avance global de la información apresuró a los científicos sociales en dirección de los estudios de opinión pública.
Además de contemporáneos, la coincidencia entre los autores es bastante mordaz. A pesar de la militancia y aportes críticos, ambos murieron señalados por la izquierda ortodoxa y aún después, la historia continuó juzgándolos con desdén. Tanto la tesis  de Gramsci (no obstante haber surgido dentro de la reflexión práctica-filosófica en la consolidación del socialismo) como la visión de sociedad esbozada por Orwell, se reconocieron como características mayormente alcanzadas en la cima del capitalismo, justo como cada uno había advertido al señalar los riesgos de los sistemas totalitarios.
A la Teoría del Estado antes centrada en la administración de ley y orden, Gramsci agregaba el concepto del Estado Ampliado (o hegemónico) en el que se incluía a la sociedad civil compuesta por partidos políticos, sindicatos, familia y medios de comunicación con el afán de representar al individuo ante los órganos de gobierno. A través de esta estructura el discurso debía fluir, reproducirse y al mismo tiempo dar legitimidad y soporte a la cultura estatal, lo cual en un sentido ideal no entorpece el desarrollo del hombre porque no existe distinción entre individuo y poder colectivo ya que ambas partes forman unidad encaminada a la preservación del grupo como un todo y en las organizaciones de la sociedad civil se favorecerán las condiciones para diluir la fricción de los subsistemas: el padre enseña al hijo, la escuela lo educa, luego el patrón lo integra como obrero; todos ellos en seguimiento a las pautas del discurso oficial aseguran el reforzamiento de los valores del sistema. Es algo parecido a la relación que existe entre la religión, la biblia y Dios: institución, ley y poder.
Ese es según Gramsci el camino que debía seguir el proletariado para conquistar el poder: organización de la sociedad civil alrededor del Estado. La estrategia se remite en el discurso de la democracia al reconocimiento entre iguales de un orden incluyente donde existe identificación entre los fines estatales y la función de las instituciones que a su vez cobijan al individuo. La relación sintetiza la noción de representatividad y el acceso de todos los sectores al proceso de construcción de la opinión pública vista desde la perspectiva de la participación, la voluntad individual y la función educativa identificada en el Estado Ideal.
Desde el punto de vista crítico la misma tesis anotaba la relación entre poder y cultura como rasgo de la autoridad vertical para imponer orden al individuo a través del agente representado por el intelectual en varios niveles. Esta semejanza en general la explica todo el binomio educación-información en los medios masivos pero en particular la describen los merolicos en los noticiarios, los futbolistas-héroes-nacionales, el drama en las telenovelas, los narcocorridos en el barrio, el discurso convencedor populista (por si no hubiera ya suficiente demagogia en la política), los castings cada tres meses para crear personalidades de-la-na-da y en general la agenda setting. Lo mismo el “intelectual” en el sentido laxo es cualquier sujeto, actor o líder que emite contenidos “éticos-morales” y que han de ser reconocidos por otro sector como válidos.
El Estado Ampliado de Gramsci entonces contempla que además de dominar por la fuerza, éste puede dirigir por el “convencimiento” paseando la balanza entre un extremo y otro, de mayor o menor uso de la violencia a mayor o menor reforzamiento del discurso.
Ahí es donde se cruza con Orwell y hacia donde apuntaron por separado desde la ficción y la ciencia política.
1984 no repara en matices cuando proyecta el alcance del poder mediante el uso de la fuerza. Winston inmerso en un  largo proceso de degradación hace notar que ni amor ni razón reivindican un carajo cuando se enfrenta la vejación del poder autorizado. Hasta el mismo final se encuentra  a sí mismo como un guiñapo sin voluntad capaz de aceptar que la suma de dos más dos es igual a cinco.
No obstante lo de verdad aterrador viene con la posibilidad de erradicar el lenguaje como lo conocemos para acabar con la  capacidad de pensamiento:
“Destruir palabras es un acto de gran belleza (…) hay centenares de vocablos perfectamente prescindibles. No comprendes que el objetivo central de la Neolengua es acotar las potencialidades del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente“,  recuerda el personaje de Syme en el relato.
La idea es redonda, además del miedo y la represión directa ¿Cómo podrá existir la posibilidad de revueltas si en el futuro la palabra misma y su significado dejar de existir? La figura del Gran Hermano propone el diseño de un vocabulario autorizado al que constantemente se le aplican recortes para armar el esqueleto de un lenguaje corporativo sin vaguedades simbólicas ni carga política.  El dominio por la fuerza se complementa con el control de las ideas porque “si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento”.
 El “Por los medios que sean necesarios” de Maquiavelo no debería incluir a los medios de comunicación masiva…
El Gran Hermano de Orwell encuentra en la práctica persuasiva su mérito porque ubica la ficción en un espacio terrenal bien definido. El que todo lo ve, el ojo omnipresente y a la vez el miedo asumen la forma de una pantalla de la que hay que ocultarse. El aislamiento y el escrutinio son doblemente efectivos por la sola amenaza de sabernos vistos. Y a diferencia de otros trabajos literarios en los que el futuro fue una referencia intemporal ubicada en mundos distantes y de amenazas abstractas, el escenario experimentado durante y después del año 1984 fue bastante consecuente con la predicción de la novela. Y no se trata aquí de un mero paralelismo experimentado por cruzar la fecha que le da título, pero irónicamente, a partir de la segunda mitad de los 80 llegaron los años de la explosión tecnológica de la mano del lunático Max Headroom y todo el asunto del cyberpunk.
Digamos que la tecnología producto de la ficción se ha cumplido científicamente en alguna (gran) medida. Formas robóticas, naves y viajes espaciales. Sin embargo, en Orwell el peligro de la enajenación como punto de partida no deja de recordarme el imperio de la información que hace unas décadas se impone sobre la percepción.
 ¿Un panorama exagerado? Cosa de voltear a ver las campañas electorales nada más como ejemplo.
Esa realidad corroborada podría ser para Orwell el trágico juicio de la historia: desde el otro lado de la pantalla con suma complacencia nos hemos convertido en el ratón de la jaula. Tan es así, que a últimas “El Gran Hermano te vigila” ya no es una amenaza, es un slogan.

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