10/01/2021 Vicente Valles |
Después de varios años de investigaciones periodísticas del diario The Washington Post sobre el caso Watergate, llegó el día en el que el presidente Richard Nixon tuvo un momento de lucidez, asumió que había llegado el final y llamó a su secretario de Estado. “Henry, -dijo Nixon a Kissinger- tú no eres un judío ortodoxo, y yo tampoco soy un cuáquero ortodoxo, pero tenemos que rezar”. El presidente se puso de rodillas en el suelo y Kissinger, sorprendido y sin ningún entusiasmo, se sintió obligado a hacer lo mismo. Ambos pronunciaron sus oraciones. Kissinger se incorporó de inmediato, pero Nixon permaneció de rodillas. Lloraba como un niño, mientras preguntaba a su Dios, y se preguntaba a sí mismo, “¿qué he hecho? ¿Qué ha pasado?”. Nixon dimitió unos días después. A pesar de su personalidad casi autodestructiva y del ego inabarcable que se supone a alguien obsesionado con el poder, Nixon supo que su tiempo había terminado. Seguir leyendo>>
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