17/08/2021 David Jiménez |
Las potencias occidentales, con sus miles de millones invertidos, sus armas y trajeados diplomáticos, nunca fueron competencia para una banda de iluminados fundamentalistas que al menos creía en lo que hacía.
El 23 de febrero de 2008 se organizó en Paracuellos un homenaje a los soldados españoles desplegados en el extranjero. Pero a Rubén López y Julio Alonso, que acababan de regresar de Afganistán mutilados, se los llevaron a un patio trasero y les colgaron las medallas a escondidas. Las familias preguntaron por qué: "Nos dijeron que quedaban dos semanas para las elecciones [Zapatero se jugaba la reelección] y que no podían salir ahí". He utilizado a menudo la escena relatada en su día por Pedro Simón en 'El Mundo' para explicar por qué Estados Unidos y sus aliados, incluida España, nunca ganarían la guerra. Afganistán no es país para cobardes. Y los líderes occidentales lo han sido: desde el día que ordenaron la invasión hasta su humillante retirada de estos días, 20 años después.
Los arquitectos del desastre nunca se merecieron a los soldados que enviaban a una misión imposible ni a los afganos que decían querer rescatar, y que forman uno de los pueblos más nobles. Durante los 10 años que cubrí el conflicto, entre 2001 y 2010, en pocos sitios me sentí más protegido que en esos hogares donde te daban las buenas noches con un: “Eres mi invitado y no dejaré que nada te pase”. Esa es la condición de la hospitalidad afgana: haber sido invitado. Una parte de la población, especialmente en las grandes ciudades, extendió la invitación a las potencias extranjeras en los primeros momentos tras la caída de los talibanes. El infierno vivido bajo su totalitarismo teocrático hizo que dejaran de lado su nacionalismo feroz —¿qué otro pueblo puede decir que derrotó a los imperios británico, soviético y estadounidense?— y dieran una oportunidad a sus últimos invasores.
En tres meses, los aliados la habían malogrado. George W. Bush, primer comandante en jefe del plan, decidió invadir el país con las mínimas fuerzas y riesgos políticos. El Pentágono no quería una repetición de esas imágenes de soldados regresados de Vietnam en bolsas de plástico que tanto hicieron por volver la opinión pública en contra de la intervención en Indochina. El despliegue, pues, se limitó a Kabul en un principio y se extendió a otras zonas de forma ridículamente lenta e insuficiente. Con gran parte del país sin asegurar, los talibanes aprovecharon el vacío para reconstituirse y lanzar su paciente reconquista.
Los errores iniciales fueron aceptados con sumisión por los europeos, mientras las voces disidentes y autorizadas fueron ignoradas. Recuerdo que por entonces andaba por allí Frances Vendrell, representante de la Unión Europea en el país asiático y el español que mejor conocía la situación. Era un tipo calmado, pero desesperaba ante la ineptitud general y la ignorante soberbia con la que se perpetraban los mayores desatinos. La reconstrucción del país fue liderada por gente que no conocía nada del país. Sin que tampoco les importara. Los estadounidenses y sus aliados optaron por combatir la insurgencia desde el aire para evitar bajas. A veces daban en el objetivo; otras masacraban a los invitados de una boda o los empleados de una fábrica. El número de bajas civiles aumentó, los progresos de reconstrucción se vieron ralentizados en zonas clave y los talibanes recibieron la munición que necesitaban para avanzar. Al afgano no le gusta que lo maten, pero le gusta todavía menos que lo haga un extranjero. La invitación había expirado.
Los talibanes aumentaron sus ingresos según ganaban territorios y establecían el cobro de “impuestos islámicos”, incluidos los generados por el cultivo de opio. Poco a poco, con la ayuda de sus viejos aliados en la inteligencia pakistaní, se hicieron más fuertes. La voluntad de los aliados, cada vez más débil, tomó el camino inverso. La última vez que viajé a Afganistán, hace ya 10 años, ninguno de los periodistas o diplomáticos que seguían en el país creían que se ganaría. Tampoco los generales de la OTAN o los gobernantes occidentales lo pensaban. Pero decidieron ocultárselo a la opinión pública. Todos conocían la tragedia que acompañaría a la derrota. Los avances logrados en educación, mejora de los derechos de las mujeres, democracia… se perderían en favor de un califato de fanáticos. Quienes tuvieran medios huirían, dejando detrás a los demás. La represión regresaría, en toda su brutalidad. Y Afganistán volvería al olvido y la indiferencia, su destino en pocos días.
Las potencias occidentales, con sus miles de millones invertidos, sus armas de última generación y sus diplomáticos trajeados nunca fueron competencia para la banda de iluminados, ignorantes y desarrapados que forman el movimiento talibán: ellos conocían el campo de batalla y los otros no; ellos creían en lo que hacían y los otros no; ellos estaban dispuestos a morir por su visión fundamentalista de Afganistán y nosotros… Nosotros escondíamos a los heridos que volvían del frente con su verdad incómoda: el sacrificio estaba siendo en vano. La guerra, olvidaron decirnos, estaba perdida desde el mismo día que comenzó.
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