Josep Fontana:
"La jerarquía de la Iglesia se halla instalada en la extrema derecha"
No le importa que le llamen rojo, carga contra el PP y sitúa a la jerarquía eclesial actual en la extrema derecha. Josep Fontana (Barcelona, 1931), historiador, reivindica la herencia de las grandes tradiciones revolucionarias: la Ilustración, la Revolución Francesa y la Primera Internacional. En su último libro analiza el reinado de Fernando VII y sus intentos por frenar los avances de la historia: el pasado arroja luz sobre el presente, sostiene.
Fontana es catedrático emérito de Historia en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Acaba de publicar De en medio del tiempo. La segunda restauración española, 1823-1834, un análisis minucioso de esos años del reinado del monarca absoluto Fernando VII. En esta obra intenta revisar el fracaso de uno de los penúltimos intentos de frenar los avances históricos.
Pregunta. Habla usted de la frustración de las esperanzas revolucionarias. Se diría que es un signo de unos tiempos de frustración.
Respuesta. Siempre se escribe bajo la influencia del tiempo propio y de los problemas que preocupan. Eso hace que mires hacia atrás para entender el presente.
P. Cuestiona usted el papel progresista atribuido a la burguesía.
R. Aquí, en el franquismo, los jóvenes progresistas reflexionaban sobre por qué este país no había progresado más y decían que había fracasado la revolución burguesa. Pero miras hacia atrás y te preguntas qué más le quedaba a la burguesía por ganar. Ganó todo lo que podía ganar. Lo que ocurre es que su propósito no era el beneficio de los demás. Los grandes propietarios y terratenientes acabaron por descubrir que los revolucionarios no eran el verdadero peligro. Finalmente, vieron que la plebe carlista era la verdaderamente peligrosa.
P. El título del libro hace referencia a un decreto de Fernando VII que pretendía parar el tiempo.
R. Estamos en un momento en el que incluso la gran izquierda sensata insiste una y otra vez en que la gran lección aprendida por Fukuyama es que todo cambio que vaya demasiado lejos es nefasto y, por tanto, lo que hay que hacer es resignarse y contentarse con pequeñas reformas. Yo creo que cuando se miran las cosas de otro modo se ve que los grandes avances de la sociedad europea desde 1689 hasta aquí han sido producidos por la necesidad de aceptar al menos un poco de los grandes cambios.
P. Vázquez Montalbán decía al respecto que, si no fuera porque la izquierda propone cambios, la derecha iría aún con una argolla en la nariz.
R. Seguramente. Sólo hay que ver lo que pasa. Yo soy un lector de The Economist, que es algo que hay que leer porque explica el mundo como lo ven ellos.
P. ¿Ellos?
R. Los que hacen publicaciones como The Economist y sus previsibles lectores. Están reconociendo que se da una situación, incluyendo Estados Unidos, en la que el reparto de la riqueza es cada vez más sesgado. Aumentan los beneficios de las empresas y disminuyen los ingresos de los trabajadores. Esto, con un reformismo tibio, no puede cambiar nunca.
P. ¿Por qué?
R. Cualquier propuesta de transformación es denunciada como un nuevo intento de volver a los males de las revoluciones. Pues yo creo que una de las cosas que justifican la tarea de un historiador es combatir prejuicios y estimular a la gente a pensar por su cuenta sin hacer caso de lo que otros dicen. Reconozco que es una propuesta subversiva que hace que a uno le tilden de antiguo, rojo y no sé cuántas cosas más.
P. ¿Le preocupa que le llamen rojo? No lo parece.
R. Yo defiendo que todo lo que hay de positivo en la tradición europea procede de tres grandes tradiciones revolucionarias: la Ilustración, la Revolución francesa (en el sentido de la reivindicación de los derechos individuales) y la Primera Internacional (en el sentido de la reivindicación de los derechos sociales).
P. ¿Es una tentación constante de la derecha reescribir la historia a la medida?
R. Hay una educación, lo que se llama el uso público de la historia, que se transmite en las aulas, pero también por muchas otras vías, desde los festivales conmemorativos, los discursos de los políticos, los montajes de celebraciones y películas, que generan unas concepciones en la gente y acaban instalándose como prejuicios. Y es dificilísimo que la gente admita la discusión sobre esto. Hay quien cuando habla de esto no lo hace con el cerebro, sino con otras vísceras. Sin disposición alguna para argumentar. En el último libro no he tenido problemas de ese tipo. Si alguien se enfada conmigo serán los carlistas, pero son ya muy residuales.
P. También un sector de la Iglesia.
R. Sí, bueno, pero la Iglesia, la jerarquía, pobrecilla. Porque hay un gran drama que es el de los clérigos liberales. En el trienio liberal hubo un sector de la Iglesia que fue capaz de pensar en vivir en un marco de sociedad liberal. Fueron reprimidos con gran ferocidad, depurados. Durante el franquismo hubo un momento en que la iglesia realizó un cierto giro. Una cierta apertura. Un sector se apuntó a actividades progresivas. Eso se ha acabado. La jerarquía actual se halla instalada en la extrema derecha.
P. El carlismo, como inmovilismo ¿sigue vivo?
R. Las cosas en la política actual son muy crudas. No me atrevo a interpretar al PP como un movimiento reaccionario porque si hay algo que les importa es el pesebre. Si tuviesen alguna garantía de llegar al pesebre (mandar y repartir) apuntándose a fórmulas de extrema izquierda, sin duda, lo harían. Al menos gente como Zaplana.
P. En su libro está plenamente vigente una visión unitaria de España, sin alusiones a la cuestión regional.
R. En aquellos momentos la burguesía liberal aún cree en el proyecto de la construcción de una nación española liberal y progresiva. Hay dos adjetivos que cumplen funciones contrapuestas: nacional es un adjetivo revolucionario. Los otros son realistas. La idea de un país organizado como nación, con todos iguales, es contradictoria con la de un país absolutista con un poder de origen divino y súbditos.
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