Ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria de la UNAM cuando sólo había una preparatoria, la única, San Ildefonso, situada en uno de los más bellos edificios del Centro, llamado ahora histórico, antes simplemente Centro.
Una vez visité una exposición de fotos en la Casa del Lago, mostraban hombres vestidos a la moda de García Cabral, con las cabezas cubiertas de sombreros Tardan como los que usaba mi padre cuando era niña; se vendían en el Centro, cuyos edificios albergaban a las facultades y escuelas de la UNAM. Eran huelguistas universitarios, clamaban a favor de la autonomía universitaria, conseguida en 1929. No había nunca mujeres en esas fotos. De la autonomía universitaria, debemos reconocerlo con tristeza, estuvimos excluidas; a lo sumo, y como en la Revolución, hubiésemos sido soldaderas o, quizá, Nellie Campobello.
Recuerdo mi primer contacto con el muralismo mexicano; tuvo lugar en el Anfiteatro Bolívar, en ocasión de mi primer concierto público, ¿hacia 1938? Otra foto: destaca el enorme piano de cola, con la tapa abierta, se reflejan allí los colores de los frescos de Diego Rivera. Formamos un grupo compacto delante del instrumento; en medio y presidiendo, nuestra maestra, bajita, traje sastre oscuro combinado de manera estricta con bolsa y zapatos puntiagudos, de altos tacones. Pocos niños, vestidos como adultos: traje negro, empaquetado y choclos de señor. Muchas niñas, vestiditos cortos de tafeta clara, cinturones anudados hacia atrás, enormes lazos, zapatos de charol blanco, parecidos a los de Shirley Temple. Al llegar mi turno de tocar la Para Elisa de Beethoven alzaba la cabeza y veía de reojo a las arcaicas mujeres maternales, mis ángeles de la guarda.
En 1945, cuando cursé el primer año de preparatoria, los muchachos vestían trajes azul marino desteñidos, tirando peligrosamente al morado, corbatas deslucidas o suéteres grises ala de mosca; las muchachas, falda a la rodilla, blusa blanca, pelo alborotado, tobilleras arremangadas, choclos y suetercitos de lana; José Clemente Orozco nos acompañaba en nuestro diario transcurrir de un salón a otro, de una escalera a otra, de uno a otro maestro, y una vez por semana, nos disponíamos a escuchar las clases de Higiene Mental, impartidas en El Generalito, con sus enormes sillones garigoleados, recargados augustamente contra los muros del majestuoso local. Allí y por única vez separadas las mujeres de los hombres, se nos hablaba de nuestra buena higiene corporal y se nos prevenía en contra de las enfermedades venéreas, en una época en que aún no se descubría la penicilina, cuando el museo de las enfermedades secretas estaba situado cerca de lo que sería después el museo de las artesanías, la iglesia de Corpus Christi, dañada por el temblor del 85 y recientemente reparada.
Durante los dos años en que cursé preparatoria nunca tuve una sola maestra: un amigo comenta que tuvo una de Ética. Mis maestros más destacados fueron don Erasmo Castellanos Quinto, quien enseñaba Literatura Universal, calzaba alpargatas, usaba un enorme saco negro de anchos hombros, porque los aqueos en La Ilíada tenían las espaldas anchas y potentes; él y su mujer recogían gatos y exhalaban un tenue olor felino; a mí me llamaba Ifigenia. José Romano Muñoz enseñaba Ética, era alto, redondo, usaba lentes también redondos y era un entusiasta partidario del Ariel de José Enrique Rodó. Adolfo Menéndez Zamará impartía los cursos de Filosofía, con él leímos (¿?) a Platón y a Kant; por desgracia murió muy joven. Ernesto Escalona nos daba Geografía, conservador y católico, fue magnífico maestro; gracias a él conocí la tragedia griega, sobre todo La Orestíada de Esquilo. Agustín Yáñez enseñaba Teoría literaria y por entonces escribía Al filo del agua. El general Puga enseñaba etimologías griegas y latinas; conocía a la perfección ambas lenguas, o por lo menos esa fama corría; vestido de uniforme y con la pistola sobre la mesa nos exigía repetir de memoria las declinaciones: lo hacíamos temblando.
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