Deriva preocupante
El Ejecutivo se arroga el poder de sancionar un catálogo de conductas que afecta a las libertades
EL PAÍS 30 NOV 2013 - 00:00 CET
El Gobierno ha eliminado algunos de los disparates notorios que contenía la primera versión del proyecto de ley sobre seguridad ciudadana. Sin embargo, mantiene el propósito principal de la reforma, que tiende a desplazar hacia el Ejecutivo la potestad de sancionar una serie de conductas, algunas de ellas tipificadas como faltas en el Código Penal. Lo que el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, presenta como una intención despenalizadora supone, en la práctica, reducir la capacidad del Poder Judicial para dilucidar lo que es sancionable y lo que no.
Aquellos que denuncian un exceso de protestas callejeras lo achacan a insuficiencias de la legislación o a la lenidad de los juzgados —por aquello de que los infractores encuentran en ellos comprensión o lentitud—. La legislación siempre se puede mejorar dentro de los límites constitucionales, y es obvio que la respuesta gubernativa es más rápida y ejecutiva que la judicial; pero es una autoridad política, que se arroga también el derecho de llevar un fichero de infractores: ¿quién lo controla, quién tiene acceso al mismo, qué uso se puede hacer de los datos almacenados? Si el nuevo esquema legal entra en vigor, el ciudadano solo podrá recurrir las decisiones de la Administración a posteriori y por una vía más costosa que la penal.
Conviene valorar ese refuerzo del poder gubernativo al observar el catálogo de conductas que se pretende sancionar, desde perturbaciones de actos públicos o reuniones (no comunicadas) ante órganos parlamentarios, hasta actuar contra los que intenten impedir desahucios u ofendan los símbolos de España o de las autonomías. Es evidente la finalidad de coartar protestas de carácter político o social, extrañamente mezclada con la sanción de la oferta de prostitución en zonas escolares y arcenes de carreteras, un aspecto parcial del problema planteado por la oferta y demanda de servicios sexuales.
Algunas de las rebajas de sanciones ya aceptadas, como las que afectan a los insultos o difusión de imágenes de agentes de seguridad, han sido criticadas por los sindicatos policiales. Otras muchas medidas del proyecto interpelan, en cambio, a aquellos ciudadanos que hacen cuestión de principio de los derechos y garantías. En todo caso, el coste político y la zozobra que causa cada intento unilateral de legislar en tales materias ya quedó muy claro con la llamada ley Corcuera, y se debería haber aprovechado esa experiencia de los años noventa para proceder ahora de un modo más reflexivo y consensuado.
El intervencionismo político en este terreno solo puede justificarse para cortar la violencia. Los chispazos registrados no parecen tan graves como para explicar el incremento del poder gubernativo. Estamos ante un refuerzo preventivo del arsenal sancionador; pero tratar de disuadir el uso pacífico de los derechos de reunión y manifestación es injustificable bajo la Constitución en vigor.
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