27/09/2021 Raimundo Viejo Viñas |
Las elecciones del 26 de septiembre en Alemania, tras los 16 años de estabilidad de la era Merkel, abren un periodo en el que la política germana –y con ella, mal que bien, también la europea– va a tener que encontrar soluciones originales. Entre las numerosas incógnitas por despejar, destacan estas: ¿quién será el próximo canciller?, ¿se repite la Gran Coalición o se forma un tripartito? Y en este caso, ¿qué tripartito?, ¿qué partido lo lideraría: CDU/CSU o SPD? ¿Y hasta dónde están dispuestos los habituales socios menores –los Verdes y los liberales de la FDP– a preservar el eje izquierda-derecha o a reinventarse más allá de este?
En las próximas semanas –meses incluso– se va a vivir una coyuntura intrincada que pondrá a prueba la destreza de todos los actores. Será sin duda un momento para ejercitar la habilidad táctica pero también para afrontar la urgencia de una nueva visión estratégica para Alemania y Europa, en ruptura con el agotado legado de Merkel.
Lo expresado en las urnas también ofrece una lectura de más largo recorrido o, si se prefiere, de carácter más estructural y duradero. Los resultados han sido, de hecho, la crónica de una crisis anunciada. Su novedad, si acaso, no ha sido tanto que fuese insospechada como que se ha hecho al fin insoslayable. La crisis de la República de Berlín, postergada durante la era Merkel, ya está aquí. Viajemos, pues, hasta aquel momento en que todo parecía estar en su sitio.
Las elecciones de 1972
En 1972, a un año de la crisis del petróleo, en la República Federal de Alemania existían buenas razones para el optimismo: la participación electoral alcanzaba su récord con nada menos que un 91,11%; el sistema de partidos se había simplificado en dos grandes partidos transversales de centro-derecha (CDU/CSU) y centro-izquierda (SPD) –los llamados “partidos del pueblo” o Volksparteien. Ambos alternaban en el gobierno gracias a un pequeño “partido bisagra”, el liberal FDP. Solo estos dos grandes partidos sumaban el 90,71% del voto. Junto al FDP concentraban la práctica totalidad del sufragio: un 99,1%. Los extremos a izquierda (KPD) y derecha (NPD) no llegaban juntos ni al 1% del voto válido.
En 1972, desde su despacho de canciller en Bonn, Willy Brandt podía decir para su satisfacción que el fantasma de Weimar había sido derrotado. En contraposición con el desastre de Weimar, la República de Bonn había sido una historia de aprendizaje y éxito para los alemanes. A pesar de arrancar desde las ruinas de la capitulación incondicional del III Reich, desde su instauración en 1949, no solo había consolidado un régimen democrático. Bajo las premisas ordoliberales y el impulso financiero inicial del Plan Marshall, la parte occidental de Alemania había emprendido una reconstrucción original basada en el proyecto democristiano de la “economía social de mercado”.
En un par de décadas, el llamado Wirtschaftswunder (el “milagro económico”) de las cancillerías de Adenauer y Erhard afianzó las bases políticas de la República de Bonn: una participación cada vez mayor, un sistema de partidos cada vez más simplificado y estable, una fragmentación electoral y un número efectivo de partidos menguante, una volatilidad también a la baja, etcétera. Los indicadores politológicos acompañaban a los indicadores socioeconómicos o, dicho de otro modo: la constitución material reforzaba la constitución formal. La República Federal de Alemania, que había echado a andar sobre un fragmento de la antigua República de Weimar pasaba a ser vista por su ciudadanía como la oportunidad de reincorporarse a la historia de Occidente (la llamada Westbindung) de la que Alemania nunca se debería haber apartado y que justificaba, en última instancia, su división a la espera de la reunificación futura.
La Gran Coalición, clave de la estabilidad
Hacia 1966, Alemania occidental atravesó nuevas turbulencias económicas y políticas. Luego de dos décadas de liderazgo democristiano, la alternancia en el gobierno pasaba a estar en el orden del día. Dado el contexto de la Guerra Fría era una operación delicada. Pero, a su vez, ponía a prueba la madurez democrática del país y su propia viabilidad a medio y largo plazo. El instrumento mediante el que la alternancia se llevaría a término sería la Gran Coalición entre democristianos y socialdemócratas. Se descartaba, aunque aritméticamente era posible, la más ajustada mayoría entre estos y los liberales.
La primera Gran Coalición respondía al proyecto de reconstrucción democrática de Alemania. Al optar por un consenso tan amplio se blindaba la estabilidad en los márgenes del régimen. A fin de garantizar la institucionalidad de la República de Bonn, los consensos de Estado prevalecerían por encima de optimizar repartos mediante mayorías. La Gran Coalición era una política de Estado que atendía, más allá de los intereses de partido, al imperativo de la consolidación democrática.
En la constitución material esto no significaría continuidad. Y desde el primer momento en que la socialdemocracia encabezó el gobierno se impuso un notable giro keynesiano al modelo ordoliberal, que por entonces zozobraba. El mundo del trabajo, que había transitado con enorme esfuerzo y sacrificio la reconstrucción, era incorporado a la dirección económica del país mediante la acción concertada. A medio y largo plazo se introdujo una cierta planificación, se permitía la financiación deficitaria del presupuesto, y se adoptaron medidas fiscales y monetarias de refuerzo a la dirección pública de la economía. Al mismo tiempo, los sacrificios de la reconstrucción que habían recaído sobre el trabajador alemán eran desplazados sobre una creciente inmigración temporal: los Gastarbeiter. De la periferia europea (Turquía, Italia, España, etc.) llegaban contingentes que suplían el ascenso de una clase trabajadora cuyos hijos estaban a punto de protagonizar la gran revuelta estudiantil del 67 y el 68.
Crisis de petróleo y Otoño Alemán
A finales de los sesenta, forzada por los márgenes menguantes de la disidencia política dentro del orden de posguerra, la República de Bonn asiste a la irrupción de la ola de movilizaciones que recorre el mundo occidental. Los movimientos estudiantil, feminista, ecologista, pacifista y otros actores externos al movimiento obrero institucionalizado desbordan los cauces previstos. En esta colisión con las autoridades, una parte del movimiento se radicaliza de forma acelerada. Al igual que en otros países, de los sectores más radicalizados de los movimientos emergen grupos de guerrilla urbana. En la RFA será la Rote Armee Fraktion, más conocida como Baader-Meinhof.
Al mismo tiempo que se ha desencadenado la crisis del petróleo se libra una batalla por el control social. Durante toda la década de los setenta la confrontación irá en aumento hasta que, en 1977, se va a producir el Otoño Alemán. A partir de ese punto de inflexión, comienza una reorientación en clave conservadora y neoliberal que acabará en la moción de censura que lleva a Helmut Kohl al poder en 1982. Para cuando en 1989 caiga el Muro de Berlín, Alemania occidental es una democracia liberal homologable a cualquier otra de su entorno, y lidera el proyecto europeo.
Con todo, las prisas por unificar ambas repúblicas alemanas tras la caída del Muro conducirán a que, durante los años noventa, Alemania sea considerada “el enfermo de Europa”. A partir de Maastricht y hasta el fracaso del Tratado Constitucional europeo se va operando el giro de la Alemania europea a la Europa alemana. Los costes de la II Unificación condicionan las políticas no sólo alemanas, sino también europeas y los cambios subsiguientes en la constitución material comienzan a apartarse de los resultados electorales.
Las elecciones de 2021
Así las cosas, ¿dónde hemos llegado? Las tendencias desde 1972 son inequívocas y llevan años ahí. La Unificación de Alemania en 1990 apenas tuvo otro efecto que el de reforzar el agotamiento del modelo del welfare occidental y acentuar su crisis a manos del proyecto neoliberal, bien que en su declinación germánica (para la que Europa se fue convirtiendo en una externalización de contradicciones como se puso de relieve con la crisis de 2008 y las políticas de austeridad).
La participación en las elecciones, por ejemplo, comenzó su caída en el año 72 y, desde ahí, bajó hasta el mínimo de 2009 (70,78%). El 26 de septiembre de 2021 alcanzó el 76,55%, apenas un 0,4% más que en 2017. El repunte de las dos últimas convocatorias se explica por la entrada en el Bundestag de la extrema derecha (AfD) en 2017, por primera vez desde 1949, y por lo incierto de los pronósticos este año.
En lo tocante a los partidos, los comicios de este año verifican el fin del Volkspartei. Juntos, los partidos de la Gran Coalición no han logrado reunir la mitad de los votos (49,81%), muy lejos del récord del 91,19% registrado en 1976. Si añadimos el tercer partido de Bonn, los liberales de la FDP, nos encontramos con un total de 61,26% (en contraposición al 99,11% de 1976, o incluso al repunte al 84,4% de 2002). Con estos resultados no parece muy aconsejable seguir apostando por una Gran Coalición que no solo ha llevado al SPD a sus mínimos (20,51% en 2017), sino que ha arrastrado consigo a la CDU/CSU en estas elecciones a su peor resultado histórico: el 24,07%. La crisis del Volkspartei resulta ya inapelable.
A modo de conclusión
Los márgenes de la lógica utilitarista que ha guiado durante décadas la variante alemana del neoliberalismo ha llegado a un punto crítico. El modelo de la exclusión electoral como vía para maximizar resultados (mayor poder para el menor número) no se ha visto acompañado por una constitución material capaz de redistribuir riqueza y de satisfacer los sistemas de valores postmateriales surgidos en los movimientos de los sesenta. El efecto sobre las últimas generaciones, incorporadas desde y en la precariedad de los minijobs, viene ahora de vuelta como rechazo del Volkspartei. En las próximas semanas la formación de gobierno deberá atender a este desarrollo de fondo si no se quiere fragilizar aún más todavía el ya de por sí deteriorado régimen político alemán.
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