04/11/2022 Adrian Mac Liman |
¿Adquirió el islamismo cartas de naturaleza en el umbral del siglo XXI, como afirman algunos comentaristas radiofónicos? ¿Es el comunismo un proyecto ideado por una letrada ibérica que se viste de Chanel? ¿Es la política de cancelación un descubrimiento de nuestra era?
Resulta sumamente difícil, cuando no, imposible, analizar la trayectoria política del islamismo turco sin toparnos con un sinfín de adjetivos y estereotipos, muy a menudo, inútiles, que dificultan la percepción de la realidad. De hecho, ¿cuál sería el posible balance de las dos décadas de gobierno islámico en el país musulmán más moderno de la cuenca mediterránea?
Trato de hacer memoria. El 3 de noviembre de 2002, cuando el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación política de corte religioso se alzó con la victoria en las elecciones generales celebradas en Turquía, el entonces presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, envió un contundente mensaje a sus aliados europeos: Míster Erdogan en un islamista moderado; hay que agilizar el ingreso de Turquía en la Unión Europea.
Recep Tayyip Erdogan, militante islamista de la primera hora, que llegó a desempeñar el cargo de alcalde de Estambul, había sido inhabilitado a perpetuidad por la justicia de su país para desempeñar cargos públicos y políticos por incitación al odio sobre la base de diferencias religiosas. La condena fue suspendida en 2003, después de la formación del primer Gobierno de AKP.
Pero la Casa Blanca veía en el nuevo líder turco – islamista moderado, liberal en lo económico y democráticamente electo – un modelo exportable al resto del mundo árabe-musulmán, sobre todo en el contexto de la expansión del radicalismo encarnado por el Estado Islámico o la aparición de un fenómeno ilusorio: la primavera árabe.
Tras el inesperado pistoletazo washingtoniano, asistimos a un notable incremento de la cooperación económica, cultural y militar de Turquía con los países pro occidentales de la región: inauguración de una amplia red de centros culturales, oficinas de intereses comerciales – tanto oficiales como privadas – organización de maniobras militares conjuntas con las fuerzas aéreas de Israel y Jordania.
Norteamérica parecía dispuesta a olvidar las carencias denunciadas por sus socios occidentales: violencia terrorista, atentados que se remontan a la época de los Gobiernos laicos, situación precaria de los derechos humanos, habitual caballo de batalla de los gobiernos europeos, problema kurdo. La inacción de Washington sólo sirvió para que la situación se perpetúe.
La percepción de los europeos parecía completamente diferente. Algunos politólogos recordaban un detalle del programa político del Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) que contemplaba: la remusulmanización de Turquía, así como la islamización de la diáspora, que conllevan a la erosión de las estructuras del Estado laico creado por Mustafá Kemal Atatürk.
Pero la preocupación fundamental de los dignatarios europeos poco tenía que ver, al menos, aparentemente, con esos aspectos culturales. Interesaba más el déficit de sus balanzas comerciales con Turquía, que hubiesen experimentado un incremento de 400 por ciento en caso de la integración de Ankara en el club de Bruselas.
Las diferencias culturales se manifiestan a la hora de negociar los acuerdos. Ante la negativa de Erdogan de firmar el reconocimiento de Chipre, país dividido tras la invasión turca de 1974, el ministro de asuntos exteriores de Luxemburgo no dudó en dirigirse a los negociadores de Ankara con las poco diplomáticas palabras: aquí, en Europa, no nos comportamos como vendedores de alfombras. Una ofensa que Erdogan no perdonó. Las conversaciones con Bruselas siguen congeladas.
El distanciamiento de Ankara durante la invasión de Irak causó un profundo malestar en Washington. Los inquilinos de la Casa Blanca – tanto Bush como Obama – no comprendieron por qué un aliado de los Estados Unidos se niega a participar en un conflicto que les opone a otro Estado musulmán. Sin embargo, el Corán lo explica claramente.
Tras la elección de Barack Obama, la propuesta turco-brasileña para reencauzar el programa nuclear iraní fue muy mal acogida en Washington. Si bien el distanciamiento entre las dos capitales comenzó en 2013 a raíz del conflicto iraquí, el malestar se acentuó durante el verano de 2016 con lo que Occidente suele llamar la deriva autoritaria del gobierno turco, pero que Erdogan presenta como una reacción contra conspiraciones judeo-occidentales durante la intentona golpista del ejército. El mandatario turco acusó a los servicios secretos occidentales de haber potenciado (o silenciado) la trama golpista, revelada en el último momento por… ¡los agentes de la KGB destinados en Ankara!
Los roces con Washington se fueron acentuando durante la intervención en Siria, en la que EE UU y Turquía perseguían objetivos contrapuestos.
La ruptura de las relaciones con Israel y el distanciamiento de Europa Occidental favorecieron el comenzó de una nueva era en las relaciones con Rusia. Satanizada por Occidente, la alianza turco-rusa facilitó la materialización de un viejo proyecto de la diplomacia de Ankara: la conversión de Turquía en una potencia regional respetable y respetada, capaz de moderar en los conflictos entre vecinos. La actuación de Ankara en el caso de Ucrania pone de manifiesto la brillantez de su diplomacia.
El neo-otomanismo, doctrina cuyos pormenores fueron revelados en los últimos meses, contempla la recuperación de los referentes históricos del Imperio Otomano: el Mediterráneo, la región del Cáucaso, Afganistán, la región del Golfo Pérsico, donde Turquía cuenta con instalaciones militares y navales, el Cuerno de África. En resumidas cuentas: una visión del mundo que podría provocar los celos de otro político que sueña con recuperar la grandeza de su imperio desvanecido: el ruso Vladímir Putin.
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