Nazaret Castro
Estudió Periodismo en Madrid y, después de vivir en Bruselas y Londres, trabajó en medios como la revista La Clave. En 2008 decidió cruzar el charco y São Paulo fue el destino escogido. Ha escrito como corresponsal para el diario Público y colaborado para medios como Le Monde Diplomatique, Caros Amigos, Clarín, Fronterad o Números Rojos. Tiene además el blog personal Entre la samba y el tango. Es cofundadora de Carro de Combate junto con Laura Villadiego.
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La práctica totalidad de los productos que consumimos generan hasta llegar a nuestras manos una serie de impactos ambientales y sociales y, si bien es cierto que tenemos cierto margen de maniobra como consumidores para reducir un tanto ese impacto, este seguirá siendo notable, sobre todo si vivimos en un contexto urbano. En los países ricos, con altos niveles de consumo incluso en tiempos de crisis, la premisa solo puede ser la reducción del consumo, o, como algunos teóricos apuntan, el decrecimiento. Los ecologistas lo han resumido en las famosas tres erres: “reducir, reutilizar, reciclar”. Suele olvidarse, sin embargo, que esas “erres” están colocadas por orden de importancia: de nada sirve reciclar los embalajes de los alimentos si seguimos consumiendo productos cada vez más innecesariamente envueltos en plásticos y cartones. Otros añaden una cuarta “erre”: recuperar. En las sociedades del usar y tirar, parecemos haber olvidado que las cosas se pueden arreglar cuando se estropean; es cierto que muchas veces, por una de esas paradojas imposibles del sistema económico en el que vivimos, el arreglo sale al mismo precio que el nuevo objeto. Pero tal vez, como hemos sugerido a lo largo de este libro, el cálculo nos parezca distinto si mentalmente incluimos en el precio del nuevo objeto esas externalidades que pagarán las poblaciones de los lugares donde se extrajo la materia prima y donde se manufacturó esa mercancía. Hay, por último, algunos investigadores que suman una quinta “erre”: rechazar. Rechazar la bolsa de plástico que nos ofrece el tendero de la esquina, el vestido de rebajas que no necesitamos, la chocolatina de una marca que sabemos que utiliza mano de obra infantil, el cosmético que contiene un ingrediente que dañará nuestra piel. Rechazar los productos que perjudican el medio ambiente, los derechos laborales o nuestra propia salud supone dar un paso en contra de lo que Marx llamo la fetichización de la mercancía. Es decir, implica recuperar la conciencia de quién y cómo se hizo ese producto, de quién y cómo lo llevó hasta nuestras manos. Significa, también, volver a pensarnos como productores y como seres que participan de una enorme sociedad global, y no ya como meros consumidores que piensan únicamente en términos de preferencias y deseos, de forma irresponsable, pensando que la mano invisible de Adam Smith vendrá a resolver los desaguisados que nuestra irresponsabilidad genere. El problema de base es que los diferentes procesos económicos –producción, circulación, distribución y consumo– se ordenan en las sociedades capitalistas en función de un único valor absoluto: el dinero. El criterio monetario es el que indica qué es lo racional, lo eficiente, incluso lo posible. Con unos criterios tan reduccionistas, no sorprende que las sociedades contemporáneas acaben tomando decisiones tan irracionales desde el punto de vista de la conservacion de la vida como la obsolescencia programada o la proliferacion de embalajes que permanecen unos minutos en nuestras manos y cientos de años en el fondo de los océanos. El sistema capitalista, que se justifica y legitima como eficaz y eficiente, resulta así, por el contrario, profundamente despilfarrador de unos recursos naturales que son cada vez más escasos. Es la contradicción siempre latente en un sistema socioeconómico que requiere para su supervivencia de un crecimiento del PIB infinito, en un mundo donde los recursos son finitos. Es verdad que la naturaleza tiene una enorme capacidad de recuperación, pero no, desde luego, a los frenéticos ritmos que impone la economía global del siglo XXI.
La obsolescencia programada es, tal vez, el mejor y más lamentable ejemplo de este derroche. Es mucho más que un secreto a voces: los productos se fabrican intencionalmente para que duren menos de lo que podrían y deberían. La finalidad es obvia: que se consuma más. Pero implica también un gasto mucho mayor de recursos naturales, de transporte, de mano de obra sobreexplotada. Un despilfarro absoluto. Prendas de ropa o zapatos que no duran más de una temporada, aparatos electrónicos que se estropean un día después de que se venza la garantía; la lista es larga y abarca practicamente todo lo que compramos. El documental Comprar, tirar, comprar da algunos ejemplos históricos, como el de la bombilla incandescente. La primera bombilla que Thomas Edison puso a la venta, en 1881, duraba 1.500 horas; unos años después, podían funcionar más de 2.500 horas. Fue en 1924 cuando un cártel de empresas fabricantes europeas y estadounidenses decidió pactar en mil horas el máximo de vida útil de sus bombillas. El mismo razonamiento llevó a las empresas del ramo textil a quitar de la circulación las medias a prueba de carreras. Otro ejemplo clásico: las impresoras configuradas para dar error al numero equis de impresiones. Lo mismo ocurre con teléfonos moviles, ordenadores, equipos de sonido y cualquier aparato electrónico. Y eso, en un mundo en el que reparar un bien cualquiera sale, casi siempre, más caro que comprar uno nuevo. Otro ejemplo de la lógica irracional que mueve el engranaje de nuestras economías. En los últimos años se ha impuesto, además, otra forma de obsolescencia: la obsolescencia percibida, que impulsa a los consumidores a cambiar de aparato antes de que termine su vida útil. La publicidad y el marketing, a través de la creación de modas y nuevos deseos, infunde en los consumidores un deseo por lo nuevo, por lo último; ya no es necesario que sea mejor, solo más nuevo. Sin importar el reguero de consecuencias que esos productos dejen a su paso: se promueve la irresponsabilidad absoluta por parte del comprador y vendedor. Solo importa el bien que reluce en las estanterías o los escaparates; nada parece relacionar esa mercancía con el trabajador que la produjo o el transportista que la llevó hasta allí. A eso se refería Karl Marx cuando hablaba del fetichismo de la mercancía. Un claro ejemplo de esa obsolescencia incitada desde la publicidad lo dio en 2013 la campaña “Creando olores a nuevo” de Vodafone, que consiguió el segundo Premio Sombra a la peor publicidad del año en 2014, concedido por Ecologistas en Acción, por la banalidad e impunidad con la que incita a estrenar un smartphone cada año, por el mero placer de estrenar. Sin importar de dónde salió el coltan, dónde y cómo se fabricó el teléfono o dónde irá a parar la chatarra prematura del aparato descartado. Lo único relevante para la publicidad de Vodafone es lo bien que huele lo nuevo, lo agradable que es estrenar objetos que no necesitamos.
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